sábado, 9 de junio de 2007

Un grito

UN GRITO


Eran las 2:45 de la tarde de un frío domingo de octubre. Después de tomar un corto y helado baño, abrió lentamente la vieja puerta de madera. Al hacerlo, pensó que por algún extraño fenómeno, el crujido natural de las bisagras se había transformado con el propósito de taladrar sus sienes. Una y otra vez retumbaban en su cabeza esos sonidos como si se tratara de una conspiración para torturarlo. Al terminar de abrir la puerta y salir del baño, se dio cuenta que el sonido no provenía de la puerta sino que entraba directamente por la pequeña ventana de su cuarto, desde las cúpulas doradas y ovaladas de la basílica, situadas a unos 50 metros, justo en la esquina diagonal y de frente al pequeño parque del pueblo. Aún seguían tañendo las campanas produciéndole cada vez mayor dolor en su cabeza. En un momento creyó no soportarlo más y llevando las manos a sus oídos comenzó a gritar, sin que saliera su voz para, no asustar a los vecinos del otro lado de la pared: Malditas campanas, malditas campanas... repetía una y otra vez, incluso hasta mucho rato después de que el sonido hubiera cesado por completo.

Cansado, casi sin fuerzas se acercó lentamente a su cama y tiró sobre ella la toalla húmeda que traía colgada al cuello, se sentó sobre ella mirando fijamente la blanca pared de enfrente. Como ráfagas fueron apareciendo uno a uno los recuerdos que revivían todos los momentos de su vida desde el momento presente hasta el más lejano.

Recordaba cómo el día anterior, movido por impulso repentino, decidió quitar del clavo que estaba en la pared encima de la cabecera de su cama, la camándula de plástico blanco que le había regalado una anciana profesora compañera suya, algunos meses atrás, cuando se despedía del viejo colegio donde había laborado como docente desde hacía 4 años. La camándula cuyo pequeño crucifijo resplandecía en la oscuridad de las noches, como si poseyera una intensa luz interna y que al mirarla parecía ofrecerle consuelo y tranquilidad.

También descolgó un escapulario que tenía las imágenes del divino niño y del Cristo milagroso de Buga, el mismo escapulario que le regaló una hermana de su cuñado el día en que enterraron a su hermana allá en el viejo cementerio de aquel pueblo lejano del Valle. En ese instante se hacía más viva la imagen suya abrazado a su pequeña sobrina que no hacía más que repetir mi mamá, mi mamá...

Solamente dejó en el clavo una la pequeña cruz hecha de palos redondos muy pulidos que conservaba como un recuerdo especial de la joven y alegre profesora Natalia con quien compartió por más de un año la casa donde habitaban. ...
Continúa